Un hincha (1) - (Colombia)
Como muchos otros
domingos, en la hora fatídica en la que todo invita a la muerte, el equipo del que es hincha
Rodrigo caía derrotado – esta vez por goleada –, ante sus ojos fervorosos e
inexpertos, causándole una punzada entre el pecho y la espalda. Naturalmente no
era la primera vez que veía a su equipo perder, ni tampoco era la primera vez
que tendría que cargar por el resto de la semana con el pesado
fardo de una goleada. Pero esta vez el silbatazo final del referí sonó
como una condena, como una sentencia,
como la palabra definitiva que ponía fin a una temporada signada por la mala suerte,
por la desilusión, por la derrota. La irremediable consecuencia de semejante
fracaso se certificaba en ese momento, en la última fecha, ante los ojos
alucinados de Rodrigo: con esa estrepitosa caída su equipo perdía la categoría
y se precipitaba en descenso directo hacia el torneo de la B.
Y allí estaba él,
vacío y desconsolado, parado en la tribuna que se vaciaba en medio de un amargo
y desconocido silencio. Allí estaba él, sufriendo la inminencia del descenso,
recordando cómo su equipo había trasegado la clasificación en sentido
descendente, cómo había resbalado en cada escalón y cómo de esa forma había
caído desparramado en el temible abismo del fondo de la tabla. Rodrigo
observaba a sus jugadores. Él se
negaba a abandonar la tribuna; ellos, a abandonar el campo. No pudo evitar que se
fraguara en su cabeza la idea de que el abatimiento, la tristeza y el
desconsuelo del plantel – que se
abrazaba en la mitad de la cancha – no
era más que una fachada, una pantomima, un número de teatro planeado y
ejecutado con maestría por esos mercenarios modernos que se hacían llamar
futbolistas. A pesar de la furia esto le pareció demasiado. Quizá – o al menos
así lo creyó – era más sensato pensar
que el plantel se negaba a abandonar la cancha como un último y patético
intento de evadir el descenso y así salvar su humilde posición en el fútbol
grande de primera división. Tal vez él mismo tampoco abandonaba por esa razón.
Pero esto era sobre mucho más que el orgullo de unos jugadores o de un solo hincha.
Lo que se afectaba con el descenso y lo que estaba sobre la mesa era sobre
todas las cosas la historia y el orgullo de un club, de una institución, de toda
una hinchada, de todo un barrio.
Rodrigo sintió
nauseas. El silbatazo condenatorio retumbando en su cabeza, sus alucinados ojos
vagando en un inmenso vacío, y la
tristeza y la amargura dibujadas en su rostro como un cachetazo, habían
transformado su semblante. Invadido por
el desconcierto Rodrigo se había transformado en un despojo, en un rescoldo de
lo que era cuando alentaba a su equipo, de lo que era cuando se fundía en la
efervescencia de la tribuna. Pero como
nada – salvo la muerte – es definitivo, había una última oportunidad, una
improbable esperanza. Junto a su cabeza Rodrigo sostenía una vieja radio que
dejaba escapar la sonora voz de un narrador, que con ritmo trepidante, describía
los minutos finales de otro partido de esa última fecha, que había comenzado de
forma simultanea, pero que terminaría de forma tardía, quizá inesperada.
Esa narración
resultaría ser lo único que le quedaba, su última oportunidad, su difusa
ilusión. Con la derrota latente en el pecho como una molesta taquicardia y con
el acechante y corrosivo aroma del descenso a flor de piel, una razón de peso en forma de esperanza mantenía a
Rodrigo pegado al radio: un gol en ese partido lo salvaría a él y a su equipo
de descender de manera directa, irrevocable, desastrosa. No era motivo de
orgullo ser rescatado de los avernos por otro equipo y sin embargo, cuando la
historia y el prestigio están en juego – además de quién sabe cuántas cosas más
– vale agotar hasta la última posibilidad
para preservar aquello que se quiere mantener. A esas alturas, después de todo,
ya no quedaba otra.
Un hincha (2)
Rodrigo seguía
allí, clavado en la tribuna de la que emergía un triste y melancólico remolino de
papelitos, mientras los pesimistas y los resignados continuaban la huida. Paulatinamente se iba quedando solo, en medio
de esa tribuna desalmada. La voz del narrador, impetuosa, llena de vértigo, le
arrebataba la existencia y la porosidad del parlante lo absorbía y lo
transportaba a otra estadio, a otra tribuna. La narración salía a borbotones de
la radio, la tensión aumentaba y el descenso seguía afincado sobre los hombros
de Rodrigo.
Resulta difícil concebir una idea más triste del destino humano. Sin embargo, a los juglares, cantores, cronistas y narradores de cuentos les complace pensar que el mundo se mueve para favorecerlos en su oficio.Héctor Bandarelli, el relator deportivo de Flores, creyó pertenecer a la estirpe de Homero. Durante toda su vida se esforzó para que la narración deportiva alcanzara las alturas artísticas de la épica.En sus comienzos, Bandarelli hizo algo que nadie había hecho antes. Siendo entreala izquierdo del equipo de Empalme San Vicente, acostumbraba relatar los partidos que él mismo jugaba. Era héroe y juglar, Aquiles y Homero, Eneas y Virgilio.Según dicen, no era del todo imparcial en sus narraciones. Cuando se hacía de la pelota, comenzaba a elogiar su propia jugada.-Extraordinario, Bandarelli avanza en forma espectacular.Muchas veces, por elegir las palabras e impostar la voz, se perdía goles cantados. Cantados incluso por el mismo.A medida que pasaba el tiempo, el relator iba superando al jugador. Algunos viejos que lo vieron jugar cuentan que pasaba la mayor parte del tiempo parado en el medio de la cancha, relatando, casi sin tocar la pelota.Finalmente fue excluido del equipo. Sin rencor ni tristeza, siguió acompañando las modestas giras del Empalme San Vicente, solo para relatar desde un costado de la cancha el partido que jugaban sus antiguos compañeros. Lo hacía sin micrófono y sin radio, de modo que nadie lo escuchaba, salvo algún wing peregrino que alcanzaba a oír de paso su voz emocionada.Después, según se sabe, el Empalme San Vicente dejó de jugar y sus futbolistas pasaron a integrar otros equipos.Y en ese momento, cuando todo hacía sospechar la decadencia de Bandarelli, el hombre dio un paso genial: descubrió que su narración no necesitaba de un partido real. Era posible relatar partidos imaginarios, hijos de su fantasía.Parece una evolución previsible: los antiguos poetas cantaban hazañas más o menos reales. Después las inventaron.Lo mismo sucedió con Bandarelli. Y al no tener que ceñirse al rigor de los hechos ciertos, los partidos que relataba empezaron a mejorar: se lograban goles estupendos, los delanteros eludían docenas de rivales, había disparos desde cincuenta metros, los arqueros volaban como pájaros, se producían incidentes cruentos, los arbitros cometían errores perversos. De a poco, el artista fue incorporando elementos más complejos a su obra.
La pelota - Fernando Mejía (Colombia)
Lo cierto es que cada segundo que se esfumaba y se perdía en el ocaso de
esa tarde fatídica era un suplicio, un martirio que sobrepasaba la humanidad de
un hincha que no abandonaba su esperanza. La narración salía disparada de la
radio, parcial, incompleta, atrasada, desincronizada; el balón es más rápido
que la voz y el desorden de los momentos definitorios complicaba la tarea del
narrador. Cada palabra que se escapaba del parlante de la vieja radio parecía
ser la última, la definitiva; cada palabra que expulsaba el aparato estaba
contagiada de ilusión y al mismo tiempo contaminada de desesperanza. Rodrigo
sufría el relato. El tiempo transcurría inclemente y el esperado gol se teñía
de fantasía, de utopía, de milagro. Sin embargo Rodrigo sabía que el fútbol es impredecible – como la vida – y con esa idea y con una paciencia que se
agotaba, esperaba – mejor, imploraba – , un penal, un error, un regalo del
rival o una genialidad a kilómetros de distancia, para una vez más llenar de
aire sus pulmones, para quitarse por el peo de encima por al menos una semana
más. El partido seguía su transcurso y el minuto noventa , al igual que la
noche, ya empezaban a asomarse.
Rodrigo sabe
también que el destino de nada ni de nadie se realiza de forma independiente e
individual. Mira por última vez a los jugadores de su equipo en la cancha, con la cabeza gacha, abatidos, derrotados. Se
dice a sí mismo que ellos ya no son sus muchachos, no por lo menos durante esos
angustiosos minutos y no por ahora, cuando sus esperanzas están puestas en otro
equipo que no es el suyo. Por su mente desfila su nuevo equipo, sus nuevos
jugadores, mientras el narrador de la radio le consume la entrañas con la
ambigüedad de su relato. La incertidumbre se apodera de él. Rodrigo recuerda al
diez, un talento irrepetible con tantas tardes gloriosas como canchas visitadas;
recuerda a ese central que marcó varios goles de cabeza en esa temporada; al
volante cinco de buen juego, de contundente y preciso remate, y al nueve, ese
grandote en cuya mítica carrera se contaban ya más de doscientos goles. El
partido expiraba, se desvanecía, agotaba ya su último aliento.
De pronto, un tiro
libre. Pelota de costado a favor. Rodrigo se exalta y sus ojos revelan un
brillo incierto.
El narrador, con
el tono heroico de quien cree estar presenciado historia, presagia la última
pelota del partido. Rodrigo aprisiona el radio contra su oído y eleva una
plegaria a un Dios en el que no cree. La tribuna ya está casi vacía pero el
sigue allí, obstinado, prendido a la radio. Lejos de él, a kilómetros de
distancia, un enjambre de jugadores se forma en el área y todos los ojos están
puestos en ella, en la última pelota del partido, cuyos caprichos son tan
impredecibles como los saltos que da en el suelo irregular de un potrero.
Rodrigo recuerda la temporada signada por la mala suerte y se consuela – nunca
lo habría pensado – en que sus esperanzas están puestas en otro equipo, en
otros jugadores, en la suerte de otro hincha, que tal vez ha celebrado más
victorias, quizá más títulos.
Suena el silbato.
El número diez toma carrera para acariciar la pelota y Rodrigo oye la
estridente carrera del locutor por describir con el mayor detalle posible el
hervidero en el que se ha tornado el área, el estadio, el agónico final del
torneo. Rodrigo se aferra a la radio, aprieta los dientes y siente una nueva punzada
en el pecho, quizás una corazonada, quizás un grito reprimido que quiere
estallar y llenarle la boca. El tiempo parece detenerse mientras la pelota rompe
el viento en su parábola hacia el área. Va tomando vuelo para caer pasada,
lejos, al segundo palo. El nueve que merodea esa zona, el goleador de siempre, el optimista del gol, se eleva imponente
en busca de la pelota que amenaza con ser demasiado larga. Su metro ochenta y nueve centímetros de
humanidad y leyenda se suspende en el aire, como ingrávido, mientras cabecea la
pelota, no hacia el arco, como es su costumbre depredadora, sino hacia el
centro del área. Allí, entre el manglar de piernas y la alevosía de los
agarrones, aparece el pie oportunista de uno de los compañeros que empuja la
pelota a gol – ¡Gooooooollllll!, grita eternamente el narrador desesperado – y un
nuevo equipo cae destrozado por el precipicio del descenso.
El estadio se
desvanece en el silencio y los murmullos, los jugadores caen de rodillas y
algunos hinchas lloran. La historia de Rodrigo se repite, con otro nombre, con
otro equipo, en otro estadio. Lejos de allí Rodrigo se llena los pulmones de
aire y la boca con un grito de gol
liberador, eufórico, solitario. Lo grita con intensidad, con fuerza, casi con
furia. Lo grita como si él fuera toda la tribuna, toda la hinchada, todas las
personas que prematuramente abandonaron el estadio cargando la condena de la
que él se estaba librando, al menos por otra semana. Rodrigo festeja a rabiar y
a la ahora en que todo invita a la muerte, él la evita, se subleva con su
grito, la engaña con su felicidad, la esquiva con el sublime grito de gol, la
confunde con la alegría de su desahogo. Y se siente vivo. Se siente liberado
como un globo que se llena de aire y se eleva para evitar el descenso. Para
evitar la B. Para evitar la tristeza. Para otra vez engañar a la muerte en la
tarde de un domingo fatídico.
Los relatores - Alejandro Dolina (Argentina)
Los griegos creían que las cosas ocurrían para que los hombres tuvieran algo que cantar. Las guerras, los desencuentros, los amores trágicos, los horrendos crímenes, las gestas heroicas: todo tenía para los dioses impíos el único fin de proporcionarles tema a los cantores. La Historia pone al alcance del menos docto centenares de ejemplos de relatos que fueron más ilustres que los sucesos narrados.
El tiempo, por ejemplo, manejado en un principio de un modo convencional, pasó a tener durante el apogeo de Bandarelli un carácter artístico y psicológico. Los partidos podían durar un minuto o tres horas.Algunas veces, el relator omitía cantar un gol, pero daba claves y mensajes sutiles para que el oyente descubriera la terrible existencia del gol no cantado. Aparecían, cada tanto, unas historias laterales que provocaban un falso aburrimiento, que no era sino una trampa para mejor asestar la alevosa puñalada del gol sorpresivo.Todos recuerdan el famoso partido Boca-Alumni que Bandarelli relató en un asado del club Claridad de Ciudadela. En esta obra mezcló jugadores actuales con glorias de nuestro pasado futbolístico. Los viejos hacían fuerza por Alumni, los más jóvenes por Boca. Ganó Alumni, pero en su magistral narración, Bandarelli dejó caer -con toda sutileza- la sensación de que los boquenses, por respeto a la tradición, se habían dejado ganar.Las audiencias de Bandarelli no siempre fueron numerosas. Algunos partidos los relató solo, en una mesa del bar “La Perla” de Flores, ante el estupor de los mozos y parroquianos. Pero poco a poco, los muchachones del barrio fueron descubriendo sus méritos y con el tiempo hubo quienes prefirieron escucharlo a él antes que ir a la cancha.En 1965, Héctor Bandarelli organizó su campeonato paralelo de fútbol. Todos los domingos narraba el encuentro principal, mientras un colaborador lo interrumpía para comunicar lo que sucedía en el resto de los partidos.Algunas firmas comerciales de Flores lo ayudaron a solventar los nulos gastos del certamen a cambio de avisos publicitarios.Las narraciones tenían lugar en la puerta de la casa de Bandarelli y, cuando llovía, en la cocina. Hay que decir que el relator poeta nunca trabajó para ninguna emisora y jamás utilizó micrófono, salvo en la grabación que realizara del segundo tiempo de Barracas Central-Barcelona, ya en el final de su carrera.El campeonato paralelo terminó en un desastre. El artista no tuvo mejor ocurrencia que sacar campeón a Unión de Santa Fe y mandar al descenso a River, lo que irritó a muchas personas, que hasta llegaron a agredir a Bandarelli.
Pero todos los que saben algo del relator coinciden en afirmar que su mejor partido fue Alemania-Villa Dálmine, relatado en el Colegio Alemán de la calle José Hernández, a pedido de la Asociación Cooperadora.Ese encuentro fue un verdadero canto a la hermandad entre los hombres. Los zagueros entregaban banderines a los delanteros rivales en cada jugada. El árbitro abrazaba llorando a los futbolistas que quedaban en offside. Los de Villa Dálmine hicieron una suelta de palomas celestes y blancas a los quince minutos del segundo tiempo para celebrar el segundo gol de la selección alemana. En el final, todos se abrazaron e intercambiaron obsequios.Fue inolvidable. En el Colegio Alemán, los padres lloraban de emoción añorando la tierra de sus antepasados. Algunos miembros de la Asociación Cooperadora le pidieron a Bandarelli que volviera a relatar el encuentro en diferido, pero el artista se negó.En el esplendor de su actividad, tal vez advirtiendo el carácter efímero de su obra, resolvió escribir libretos detallados que luego archivaba prolijamente. Desgraciadamente, sus familiares quemaron este valiosísimo cor-pus argumentando que juntaba mugre. Nos queda apenas un breve fragmento, correspondiente al encuentro Boca Juniors 3-Vélez Sarsfield 3."Solidario, agradecido, ayuno de envidias, Javier Ambrois entrega la pelota a Nardiello. El viento agita las banderas en los mástiles de la Vuelta de Rocha. Nardiello tira un centro rasante... Arremete J. J. Rodríguez, pero ya es tarde... tarde para remediar los errores del pasado... tarde para volver a unos brazos que ya no nos esperan... Ya es tarde para todo."Según sus seguidores, el libreto le quitaba frescura a Bandarelli y -como hemos visto- recargaba un tanto su estilo.
Un día desapareció.
Algunos dicen que se mudó, o que se murió, es lo mismo. La gente volvió a preferir los partidos sonantes y contantes de la radio.Los relatores de hoy tienen la posibilidad de seguir al maestro e intentar la ficción y la fantasía en sus narraciones. ¿Por qué depender de la actuación, muchas veces mediocre, de los futbolistas? ¿Por qué no crear con la voz jugadas más perfectas? ¿Por qué no dar nacimiento a deportistas nobles, diestros y mágicos que nos emocionen más que los reales?Se puede ir más allá. Todo el periodismo podría tener un carácter fantástico y abandonar los vulgares hechos de la realidad para aludir a sucesos imaginarios: conflictos, tratados, discursos, crímenes e inauguraciones de ilusión.En este último instante comprendo que nadie me asegura que estos artistas no existen ya. Tal vez, todo cuanto uno lee en los diarios no es otra cosa que un invento del periodismo de ficción.Sin embargo, esta clase de incredulidad conduce a sospechar la falsedad del Universo mismo. Suspendamos semejante astucia porque algunos hasta podrían pensar que el propio Bandarelli es imaginario y sus partidos, sombras de una sombra.
Ahí está, entre 22 guerreros, en el centro del campo, esperando a que todo dé inicio. Aunque no parece, tiembla y no lo hace de la emoción; está temerosa, pues sabe que en breve la patearán, fuerte o suavemente, pero la patearán, la estrellarán contra postes de hierro o contra redes como si fuera un pez, la estrellarán contra vallas publicitarias, fotógrafos y espectadores. La estrellarán y seguirán estrellando, pues ese es su penoso trabajo.
Ella sabe que debe tener el mejor estado físico, pues si alguien con un alma pura no la rescata, seguirá corriendo noventa minutos por toda la cancha. Ella sabe que no se debe entregar a sus pasiones, que debe ser imparcial, aunque siempre es complicado, porque a veces su trabajo le da el triunfo injustamente al que menos ha hecho, pero ella no es quién para decidir eso, ella sólo está para que la pateen.
Ella sabe su importancia, es el único elemento sin el que el fútbol deja de existir, pueden no haber canchas ni estar los jugadores completos, incluso pueden faltar espectadores o árbitros, pero ella no puede faltar.
Ella emula al mundo, ella es la dueña del mundo, ella es el mundo para todos aquellos que viven por el fútbol. Ella es amada, aunque la cojan a patadas, esa es la forma de demostrarle cariño, aunque a veces, cuando se va a cobrar un tiro libre o una pena máxima, el cobrador la acaricia y le da un par de besos. Incluso los arqueros la abrazan, la acarician y también le dan besos.
Ella es la codiciada, la reina del juego, su belleza está en su gordura, aunque este mundo diga lo contrario y los nuevos cánones de belleza dicten que la delgadez es la que manda, pero ella se mantiene firme, gordita, pues si no lo fuera no serviría y nadie la querría. Es bella, es brillante, es obediente, por eso 22 hombres cada fin de semana se pelean por ella.
Ella es feliz haciendo su trabajo, aunque tiemble al empezar, pues un trabajo como el suyo a cualquiera le daría temor, pero ella es valiente y aguanta 90 minutos y a veces más, dando vueltas y dejándose pegar.
Hoy es complicado encontrarla en su monocrómatico y melancólico vestido que le dio el apodo cariñoso a forma de adjetivo de «La Pecosa» porque se vistió de colores para la fiesta de la que es protagonista. Ya no se viste de cuero como antes, se viste de telas más elegantes que mil estudiosos le ponen para que se haga más exacta, para que su trabajo sea mejor y sea más querida.
Cada domingo o cada que hay fútbol en el mundo hay una reina redonda parada en el centro del campo esperando a que 22 guerreros, o menos, se peleen por ella y que, al tocar las redes, arranque lágrimas y sonrisas, no sólo de los guerreros, sino del mundo entero que ama el fútbol. Cada domingo hay una simple y redondita reina esperando para arrancarle sentimientos al mundo entero.
Fernando Mejía.
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